sábado, 10 de febrero de 2018

LA PERFECTA HISTORIA DE UN FRACASO

Soy extremadamente perfeccionista. Mi marca de huida de la cotidianidad hispánica de la chapuza debe haberme llevado hasta ahí. Para cosas mal hechas, mejor cosas no hechas. I would prefer not to, con firme delicadeza, se le dice a quien pretenda alejarme de la artesanía de todos los actos y de toda producción que haya merecido llegar a término.
Soy extremadamente perfeccionista. Devoto del caos y la espontaneidad, lo conjugo sin escrúpulos con la responsabilidad, la planificación, la administración o la exigencia y absoluta autoexigencia de rigor. Los procesos. La belleza de los procesos. El tránsito digno al socialismo. La salvación. La salvación imposible. O en su otra acepción: la utopía.
La vida, dura; el paisaje, agradable. Permite entonar como Sinatra, como David Lee Roth. Al igual que en una película de aventuras de arqueólogos, a lo Harrison Ford o en busca de Tia Carrere: Si sacrificas lo que nadie se atreve a sacrificar y lo pones en la balanza, entonces la puerta se abre. ¿Y qué hay al otro lado de la puerta? La recompensa de ser el que abrió la puerta. Simplemente. Y la espera, la espera quimérica, mientras hablas con el espíritu del Viejo de la Montaña, mientras languideces envuelto en ensoñaciones, en los fantasmas de tus propias ensoñaciones.
Hasta que llega. El tributo que hay que pagar. La balanza, que se impone, brutal y sin tacha.
Solo matemáticas. Fueron solo matemáticas.
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Conclusión: Como soy extremadamente perfeccionista, este fracaso lo construí a lo grande. Realmente a lo grande.

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