Lamento enormemente todas aquellas veces en las que Gaddafi, asumiendo que era un completo impresentable, me parecía divertido. Los chistes sobre egos desmesurados que invariablemente incluían a Gaddafi y Axl Rose. El juego de adivinar el tono de sus discursos según cómo se hubiese vestido ese día.
Vivía en un mundo políticamente enfermo, y ese desvarío me llevaba a buscar excusas. Residuos de legitimaciones pasadas y sobre todo gestos de demencia cotidiana que hacía pasar por actos estéticos rupturistas.
Tenía que haber visto que Abu Nidal acogido en Libia torturó y masacró a un par de cientos de sus propios milicianos porque se había convertido en un mini-Gaddafi ya entonces. Que el apoyo a cualquier escuadrón de la muerte de un país africano cercano no se convalidaba con diez millones de dólares para los camaradas del IRA.
Sabía que llevaba más de una década de estrecho aliado de Bush-Obama, de la Unión Europea-Berlusconi. Aún así pensaba como consuelo en la propiedad nacionalizada de los recursos energéticos, paulatinamente cada vez menos nacionalizada en manos de empresas mixtas con capital foráneo. Uno se conformaba con muy poco realmente.
Sabía de la práctica rutinaria de ahorcar a opositores islamistas, de la represión silenciada a los inmigrantes subsaharianos en tránsito a Europa. No parecía tan grave porque asesinar islamistas y perseguir inmigrantes formaba parte del corpus extendido de la civilización occidental en el siglo XXI, y me autojustificaba en ello para aplicar yo también inversos dobles raseros.
Ahora que la gran revuelta árabe nos ha devuelto la dignidad política, el pasado escupe en imperiosa vergüenza ese sentido particularmente desquiciado de la razón de Estado post-antiimperialista del que me apropié.
Ahora cuando vuelva a ver cómo va vestido Gaddafi mi único deseo será que le encuentren una soga que combine.
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1 comentario:
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Regards,
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