¿Alguna vez compraste un disco porque te gustaba su portada, sin saber nada de la banda?, se preguntaba un músico indignado con la falta de promoción de la compañía allá cuando se vendían todavía álbumes físicos, objetos rotundos que apilar en estanterías y definir el perfil de tu cuerpo caminante en el mundo.
El músico airado de otrora no había reparado en un periodo incluso anterior, marcado por la escasez. Los álbumes se vendían en las tiendas de electrodomésticos, muchos venían de importación, la información no abundaba tampoco, por lo que el nombre, la tipografía, la portada, eran marcadores del género al que pertenecían, eran indicadores de materialidad y promesa.
Si solo había un disco de death metal, uno se lo pensaba. O de garage sixties. Porque se compraban obras de bandas a las que no se había escuchado jamás. Así se iniciaba el viaje del sonido.
Tampoco voy a desmentir, como cualquiera, haberme interesado por una novela solo por la fuerza irresistible de su título, aderezado al texto llamativo de la contraportada, aunque mientan, aunque mientan siempre. Otro proceso habitual, que no sé hasta qué punto habrá sido destinado al cubo de la historia. De no quedarse en el texto llamativo sin apagar la tentación de consultar el móvil, agregando al proceso más opiniones interesadas que, de pie en la librería, impiden asimismo discernir.
¿A qué viene todo esto? A que, entre novedades virtuales de 2020 e incunables sesenteros por desenterrar, me he topado con un objeto discográfico no identificado fabuloso. Que, sin conocer nada de ellos, me ha atrapado por el nombre. San Juan de la Cruz. No el poeta místico de los currículos de nuestra infancia, sino, averigüé poco después al lanzarme a escucharlos, un grupo de rock progresivo filipino psícodélico de los 70. De todo el renacimiento psych asiático (de Camboya a Turquía), no había oído mencionar a los amigos filipinos. Y he ahí, la importancia de un buen nombre, la importancia de llamarse Juan de la Cruz... Y flotar entre sus guitarras, y pasar la tarde.
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