sábado, 11 de julio de 2009

LA ECUACIÓN IMPOSIBLE DE LA OPOSICIÓN IRANÍ

República Islámica de Irán. Oposición interna. ¿Qué pretenden decir cuando hablan de apertura del régimen? En realidad parecen referirse a tres propuestas disímiles: aperturismo en lo relativo a las costumbres sociales, aperturismo con respecto a la política exterior y aperturismo económico. Pero ¿caben todas estas acepciones dentro de la República Islámica? E incluso ¿tienen estos tres elementos algo que ver entre sí? Porque si bien la liberalización de las costumbres es masivamente demandada por la mayoría de los jóvenes, en crecimiento demográfico imparable y que no vivieron la revolución islámica; la apertura internacional implica una irremisible alianza con EEUU e Israel en consonancia con buena parte de los regímenes árabes de la región; mientras que apertura económica significa la privatización total y el fin de los subsidios con los que subsisten las clases populares, las mayorías sociales, y de los que la Presidencia de Ahmadineyad se constituye como garante.
De los tres ejes que contiene esa apertura, sólo la liberalización de las costumbres tiene un legítimo sustento popular y se convierte en un proyecto indispensable, dentro de la dinámica del islamismo comprendido como reformismo islámico (la única salafiya anclada en el Corán), si se desea lograr la transmisión generacional de la revolución islámica. Sin embargo, al mezclarse con dos aperturismos espúreos, respaldados exclusivamente por una minoría que representa a las clases burguesas y a los sectores conservadores del clero de naturaleza quietista, al añadírsele el apoyo exterior cada vez menos encubierto de EEUU y Arabia Saudí (por cierto, resulta extremadamente cómico ver a los medios de comunicación árabes controlados por los príncipes saudíes exigiendo "elecciones libres en Irán"), el todavía no claramente definido proyecto aperturista puede provocar graves efectos perniciosos: o bien, bajo la bandera de la modernización, erigir al grueso de la juventud apolítica en vanguardia de las políticas neoliberales y la paz con Israel y EEUU (dos cuestiones que en su apoliticismo no les conciernen y probablemente no sostendrán activamente, salvo que sobrevenga una coyuntura crítica real que les obligue a posicionarse); o bien blindar a los gobernantes de la República Islámica frente a una liberalización social progresiva de carácter ineludible a la que no todos eran radicalmente contrarios en origen, consolidando entonces el distanciamiento pasivo de los jóvenes con respecto a los valores de la revolución islámica.
No obstante, pocas veces se considera de modo riguroso el otro lado del espectro, puesto que cualquier amago de análisis de Ahmadineyad tiende a contener peyorativamente los términos ultraconservador y populista, si no el de antisemita [y antisionismo no es igual a antisemitismo; sionismo sí es igual a racismo... nunca se repetirá lo suficiente]. En lugar de lo anterior, en términos históricos, Ahmadineyad sorpresivamente representa una verdadera ruptura en relación al establishment político inmediatamente anterior de la República Islámica. Ruptura generacional (eliminando la tendencia gerontocrática), ruptura simbólica (no pertenece a los medios clericales que casi monopolizaban la representación política real a nivel de élite en alianzas débiles y oscilantes con la burguesía), ruptura de clase (se ha apartado personalmente de las tramas de corrupción establecidas, proviene de una familia humilde y ha recuperado el islam de los humildes de Jomeini, poniéndolo en práctica a través de unas políticas económicas que, con muchas limitaciones, buscan mantener e incrementar la protección social a los más pobres), ruptura, en fin, semiótica (de discurso imprevisible en lugar de la retórica aburrida y homologable de casi toda clase gobernante, un discurso que, como en el caso del Presidente Chávez, hace que los que detentan el poder, el poder no legítimo, el poder que no es del pueblo, le teman).
¿Cuál es la fuerza de Ahmadineyad? Haberse convertido en la némesis triunfante de Rafsanyani, ex-Presidente, el hombre más rico de Irán (y también el más odiado), la figura que personifica la corrupción, el clericalismo gerontocrático, la patrimonialización amoral del poder, ese poder en la sombra que el Ayatollah Jamenei había empleado de contrapeso por miedo a Ahmadineyad hasta que todo el engranaje pactista y de equilibrio estacionario (falsa armonía) se les ha ido de las manos y la soberanía nacional se ha visto amenazada. Entonces llegaron los realineamientos. Al constatar el voto masivo a Ahmadineyad, ese poder constituyente en movimiento que le otorgaba el impulso para llevar a cabo su proyecto político revolucionario y que borraría a sus rivales, los sectores políticos conservadores (corruptos, arrogantes, privilegiados, privatizadores, aburridos) se han escindido en dos: los que, formando parte de él, han tratado de derribar (substituir) al régimen con respaldo exterior movilizando fallidamente a los jóvenes mayoritariamente apolíticos; y los que, observadores parsimoniosos, han terminado realineándose con Ahmadineyad salvaguardando sus posiciones sociales o institucionales con la esperanza de, en un futuro, frenar sus políticas desde dentro, como ha sucedido durante los últimos cuatro años.
Se desconoce si Rafsanyani conseguirá salir a flote tras haber cruzado la línea y aproximarse semiconspirativamente a Arabia Saudí, pero sí se sabe el nombre del perdedor: la liberalización social. Secuestrada por una oposición miserable y tramposa, y en consecuencia bloqueada en una agenda gubernamental que en otras circunstancias podría dar pequeños pasos en ese sentido, el cambio en las costumbres desde el interior del islam para adaptarse a las demandas sociales es la única ruptura que le falta a Ahmadineyad. Una ruptura que inevitablemente quedará pendiente.

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