Hubo un tiempo que no me dormía hasta las cuatro, hasta la actualización de los periódicos para ver si caía el Gobierno. Hubo otro tiempo en el que no me dormía si no escuchaba a Burning, convirtiéndose ellos mismos en su propia canción. Puede pensarse que este periodo no era tan malo como el anterior, pero sí lo era, por eso necesitaba su ayuda:
La banda más castiza, que se creó sableando acordes a Lou Reed e impostando a los Stones. La de mayor autenticidad, construida a través de letras vergonzosas o risibles (no todas). Sorteando ese cúmulo de contradicciones, se alzó su mérito. Tequila les robó el trono y querían estar donde Tequila, pero solo se drogaron tan desaforadamente como ellos. Cuando las bajas empezaron a hacer mella, ya solo aspiraban a ser Burning. Y después, con más o menos vaivenes, a que Burning perviviese, la franquicia madrileña del rock n roll más imbatible.
Escuchando a Burning acudían los espíritus a mí. Hubo un tiempo en el que no me dormía sin ellos. Ahora, no me duermo sin comprobar que los lugares a los que quiero (Beirut, Nabatieh, Saida, Fatima) están a salvo. Pero nunca están a salvo, y ni Burning me sirven de consuelo.
Israel ha de pagar para que vuelva la tranquilidad a la noche.
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