Me asustaba la gran falta de expectativas. A menudo se me caían cosas de los estantes: un vaso, un bote de orégano... Ni fragmentos afilados ni briznas de especia. Ninguno de ambos servía para construir. Recogerlas era una obligación, no una actividad que contuviese un sentido. El sentido de continuar, quizá, que es el mejor de los sentidos. Continuar entre lo adverso.
Me cuentan que los discos no son nuestra banda sonora, que nosotros somos el decorado de música que ya no importa. Seguramente ya no importa, porque no acierto con los discos. Solo disfruto de reencontrarme con los exponentes de escenas minúsculas de pequeñas ciudades. Aquellos dos discos que grabó el tipo aquel que tocaba blues por la calle por el placer de hacerlo y que son el trasunto acústico de pasear entre el puerto, los jardines, el teatro y las galerías. O aquel otro disco que se llamaba como el bar porque se compuso allí. Un bar infecto, lleno de polvo, en el que tenía alergia y ni siquiera estaba a gusto. Fragmentos que se recogen por continuar.
Por primera vez necesito un futuro y no lo hay.
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