martes, 18 de septiembre de 2018

TXORIA TXORI

En verano, las gaviotas caían al patio de luces. Eran crías, poco expertas en volar, aunque tenaces y valientes, que pasaban varias horas desorientadas, chocando, golpeándose, perdiendo plumas, mientras aprendían la estructura del lugar, afinaban su ingenio, trataban por todos los medios de salir. Pero cada día encerradas en el fondo del patio les restaba fuerzas.
Cuando era pequeño, sufría con ellas, les dejaba comida y agua, les daba atún, les daba pan, las alimentaba y las animaba como si estuviese jugando mi equipo favorito. Hasta que lo conseguían.
Si no, había que continuar esperando hasta que viniese de su chalet de las afueras el vecino que tenía la llave para abrir. Pero sí lo conseguían. Yo les jaleaba a cada intento y finalmente volaban y alcanzaban el cielo.
En la "Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar", falta el niño con rizos que celebra el vuelo de la gaviota. Y sí, Luis Sepúlveda, "sólo vuela el que se atreve a hacerlo", como decía la obra, como ponía la camiseta que compré en Roma, seguramente en la librería Feltrinelli, y que vestí con orgullo en algunos de mis mejores años. Que no han acabado todavía. Porque este verano una gaviota volvió a caer, y volvió a salir. Y lo conseguimos, carajo, lo conseguimos.

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