miércoles, 10 de agosto de 2011

HACKNEY

Los londinenses que me preguntaban dónde vivía, ponían cara de susto al escuchar Hackney. Allí estuve durante tres meses, a los 9, 12 y 15 años. Me encantaba, me sentía a gusto, y hasta de pequeño jugaba con los niños del barrio. Era tan periférico que no tenía metro, sino un autobús -ni rojo ni de dos pisos- que tras un largo periplo llegaba a Highbury. También una estación de cercanías escasamente operativa en estado casi ruinoso. Y, por supuesto, montones de red brick houses alineadas que habían visto tiempos mejores. Por la calle apenas pasaban blancos; yo sobrevenidamente tampoco era blanco. Era uno más de Hackney, los vecinos lo sabían. Porque existía una ética propia que reconocía y respetaba a los de la comunidad, por muy provisionales que fuesen. La misma ética que llevaba a que casi ningún inglés de souche se atreviese a poner los pies en ese territorio dejado de la mano de Downing Street.
Años después Hackney se convirtió en un refugio de artistas bohemios atraídos por los bajos alquileres para sus estudios. En cierto sentido, parecía en tránsito a una -frágil- normalización. Pero el viejo Hackney seguía ahí. Y los niños con los que jugaba y la gente que esperaba conmigo en la cola del autobús o del Marks & Spencer le están prendiendo fuego a todo. Empezando por mi Hackney, doloroso daño colateral de querer destruir el Reino Unido en su conjunto, de llevarse por delante toda su asquerosa y real malignidad.

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